diumenge, 8 de juliol del 2007

una plaça a leucate


Divendres passat vaig ser a Leucate, primer poble de França després de la catalunya nord. L’equip de l’Enric Massip n’ha construït la Place de la République (com més es podia dir?). Construït en el sentit literal del terme, construïr no pas (no només) la plaça sino el lloc, la vida, el context. Tres-cents metres de llarg, uns vint-i-cinc d’ample, façanes dignes, discretes, ben tensionades: façanes de poble, hereves d’una arquitectura culta que contamina, defineix, pauta l’arquitectura del lloc, façanes de buits retallats sobre el ple, d’impostes, cornises, remuntes de fang que no retallen balaustrades, de persianes blaves, façanes que creen ombres, que volen arbres, façanes que necessiten d’un lloc de trobada.
Un desnivell transveral de gairebé tres metres, topografía adversa que deixava dos nivells que mai s’havien suturat, una falla convertida en parking. Queda cosit mitjançant una peça de pedra local (tova, difícilment treballable, plena de cicatrius, mala receptora de les tècniques modernes de conformació), una peça complexa que serpenteja per mig de la plaça creant terrasses a dos nivells, capolades entre elles, a trencajunt: jocs de mirades, de visuals entre la gent que mira i la que és mirada.
Els nivells són permeables mitjançant les consabudes escales-que-són-grades-que-són-taules-que-són-bancs, sempre difícils de dissenyar quan queden bé. El so, la vista, tot passa. L’espai s’unifica.

Arbres, fanals, algun banc sempre de pedra es queden habitant el lloc. Materials modestos, paviment de formigó acolorit, fàcilment (espero) mantenible, entregat a sang contra la peça central de pedra. Ferro rovellat pels fanals, verd, una font existent recuperada. Res més.

Al final, un lloc. Sensació de cosa eterna, sabuda. Trobar-se bé, mirar dos minuts una arquitectura que, de seguida, prescindeix dels detalls per donar el millor regal de tots: la vida, el temps. Sembla ben bé que allò hagués estat sempre allà. Es crea lloc, es crea temps. Seus a la terrassa, demanes unes ostres, vi de muscat, dolç, afruitat. Fuges del sol sota uns tendals-australians-que-resisteixen-vents-forts, enretires la cadira. Passa una noia que després seurà a la cadira del costat, algú s’esta mirant qualsevol web des d’un portàtil. Incomprensible afició a la Kronenbourg 1664 quan hi ha millor cervesa. Els cambrers miren des de la barra, es mouen sense pressa, amunt i avall. Algú seu sobre els graons de pedra fent servir una terrassa del bar, es somriu sense pressa.

Un gat em mira, únic habitant de la plaça al sol, i desitjo tornar-lo a trobar quan hi torni després de l’estiu.

S’hi esta bé.

racionalismo soriano i



(sobre unas viviendas protosociales de José María Barbero)

Cualquiera que circule la ciudad las habrá visto. A un lado de la carretera, cerca de la plaza de toros, marcan el punto más cercano del actual cruce de la ciudad respecto del parque de la Alameda. Un potente zócalo las privatiza de la calle, creando una plaza donde todavía juegan los niños, como probablemente siempre lo hayan hecho, frente a los portales, corriendo, jugando a la pelota, paisaje de pintura impermeabilizante color granate apagado, pavimento de plástico que frena los pasos, que independiza dela calle. Retazos de antiguas decoraciones, mantenimiento casi nulo. La ausencia de pintura deja los revestimientos casi en bruto. Más que envejecer han decaído. Porque, confundidas con el resto de la ciudad, estas viviendas están maquilladas de polvo, de humo de tubo de escape, patinadas por el desmantenimiento, usadas, reusadas, explotadas, casi, alquiladas y realquiladas una vez y otra hasta que capas y capas de intensidad emocional, de gente, de nacimientos y muertes y guerras y heladas y calores e indiferencia las han configurado.

La previa quedó escrita hará décadas: el ayuntamiento de Soria, allá por los últimos veinte, decide renunciar a una plaza de fontanero para crear la de arquitecto municipal: el primero de ellos debutará en el cargo firmando órdenes de derribo de antiguos palacios en ruinas. Las antiguas puertas de la ciudad se vienen abajo, y el arrabal queda fusionado con el casco antiguo de la ciudad. Las murallas siguen siendo circuitables gracias a una calle que las dobla, en la que encontré un edificio que conserva en su interior una torre de vigia. De todos modos, se crea poso: jóvenes entusiastas recién titulados abren alcantarillas, apean muros de carga, consolidan tribunas, amplian aquí y allá viviendas, cuartelan antiguos palacios en insalubres casas de alquiler y, sobre todo, se guardan, enquistados, esperando su momento. Machado, siempre Machado, da clases, guarda sus tardes en la sociedad de la amistad (donde intenté infructuosamente tomar una cerveza en su honor, con mi libreta de dibujo abierta en mis rodillas, mordiendo la pluma, mirando alrededor mientras trato en vano de pasar desapercibido: mejor trabar conversación con personas que ni siquiera llegarána verme, endomingados tras trajes completos con chaleco y corbata en pleno mes de agosto). Allí coincidirá con elos jóvenes, juntos crearán un caldo de cultivo heterogéneo, denso, formado de cantos al pasado y proyecciones de un futuro más lejano por la distancia que por la cronología: en París, Labrouste ha construido su biblioteca, Mallet-Stevens da la alternativa a Jean Prouvé (no quiero ni un presupuesto ni un plano: quiero una valla. Tráigame una valla.), Le Corbusier casi pilla la tuberculosis en una buhardilla del Quartier Latin, de las de verdad, sin calefacción, sin agua. Soria. Faltan pocos años para que Buñuel visite y ruede en las Hurdes. Las cámaras, pero, podrían haberse desviado de su destino casi con idéntico resultado. Caciques locales mejoran las condiciones de vida para no quedarse sin mano de obra, a regañadientes, insuficientemente. Falta poco para que se abadone y venda a peso el primer puente del ferrocarril. Martiarena construirá tribunas modernistas, auténticos muros cortina de acero. El mercado de abastos se trasladará (baldosas blancas, amarillas y rojas, quizá azules, tiendas cerradas, fotografié una escalera por la que no subió nadie en más de cinco minutos). Todavía no llegó la guerra civil. Viviendas obreras a pocos pasos de la Alameda, de baja renta. Cincuenta y cuatro metros de tribuna casi a sur estricto, auténtica ventana corrida sujetada por muros de carga tradicionales, una fachada portante sujetando la corrida, delante, en voladizo, la tribuna que se convertirá en recurso clásico de buena parte del racionalismo español, fachada sin trabas, fácilmente comprensible por clientes que las han visto ligeras y vidriadas toda la vida.

José María Barbero, arquitecto ahora desconocido, personaje sin biografía ni datos, poseedor de una obra entusiasta, poderosa, ilusionante, oasis emplazado en una provincia de autoconstrucción, de arquitectura institucional todavía hoy impuesta des de Madrid, resuelve la gran inclinación transversal del solar (pastilla larga y estrecha de terrena paralela al sur) disponiendo la planta baja de las viviendas sobre la cota superior, alejada de la carretera, a cota del patio interior de isla. El desnivel del solar (ahora bajo la cota de replanteo del edificio) servirá para disponer un potente zócalo que entregará el edificio con la carretera, lleno de locales comerciales que siguen funcionando solventemente en la actualidad. Sobre ellos, una cubierta plana transitable sirve de acceso a las viviendas.
Sencillas, de varias habitaciones orientadas al sol, pintadas de blanco, servidas de a dos por una escalera de dos tramos sin ascensor. Cerradas a norte. Volcadas a la luz mediante el rasgo más característico del proyecto, la tribuna a sur, ventana corrida de cincuenta y cuatro metros de longitud, sin estructura, partida en tres para poder ventinar naturalmente la caja de escalera. Los bordes, redondeados, como la proa de un barco, en la que adivino el lejano eco de la tribuna del club náutico de Donosti (el fantasma de Aizpúrua flotando sobre la ciudad). Apariencia elegante, potente, tranquila, casi serena. Armonía con la cercana plaza de toros. Enfrentamiento directo con los edificios gubernamentales al otro lado de la calle. Mirador (de soslayo) a la Alameda cercana. Semáforos que marcan su color verde con sonido de pajaritos.

Recuerdo una primera visita, por la tarde, un verano. Nada se movía. Sin cámara de fotos, demasiado calor para hacer un dibujo, sensación de estar invadiendo algún tipo de intimidad. Saciados de comida, probablemente, todo demasiado pesado, grasiento, con mucho sabor. Hasta el pan lleva aceite. Divagando por entre los portales, ventanas abiertas francamente sobre la terraza del zócalo, casi invitando a saltar dentro de ellas. Portales abiertos, cerraduras estropeadas, penumbra fresca, traviesa, una brisa subiendo por el hueco de escalera. Contraluz. Entro. El pavimento es irregular, en relieve sobre una solera deformada por el paso de los años. Un escalón separa las escaleras del ámbito del recibidor, independizando más que cualquier puerta.
El escalón es de terrazo, listado a diferentes colores sobre una base color beige ausente. Listado asimétricamente, con colores vivos que destacan sobre el fondo cansado. Listado como esperándome, recordando demasiadas cosas vistas hace demasiado poco: las viviendas de Borneo de Miralles, su propia escuela de Hamburgo. Algunas experiencias de un Wright que no sé cómo podría haber llegado hasta allá. Ignoro qué se publicaba, qué se distribuía, cuál era la distancia mental de un grupo de arquitectos parado en el espacio, gestionando e intentando ilusionar una ciudad que todavía no terminó de despertar, extrañado por los rasgos inequívocos, hallados en un edificio olvidado en una ciudad condenada a aparecer en la esquina de cualquier mapa de un futuro que estaba por escribirse, por soñarse... Y ese calor, y ese contraluz. Y ese sentimiento de irrealidad.

Recuerdo hará dos meses, quizá tres, no creo que llegue. Recuerdo volver, nueve de la mañana de un día laborable. Algún niño seguía jugando el rato antes de irse al colegio, y nadie iba al trabajo caminando. La Alameda, treinta y cinco o cuarenta especies diferentes de árboles, explotada turísticamente, centro que no convoca lo que está a su alrededor. Ropa tendida delante y detrás de la tribuna.

Una arquitecta soriana, María, me lo descubre: allí vivía mi tío (Luis, o Mariano, o Pepe, olvidé su nombre). Eso son esas viviendas: donde vivía su tío. Donde convertía en uno de esos niños siempre jugando, donde se subía a brincos la escalera, donde se recibían regalos de reyes, donde se pasaban borracheras, se desahuciaba, realquilaba, moría, hacía el amor. Donde se aburría uno, donde se combatía el frío, donde se recibió a los nacionales cruzando la ciudad. Donde se rompían cristales que no se canviaban.

Arquitectura como marco del cuadro, arquitectura como excusa: arquitectura creadora de emociones, de hastíos, de divorcios y nacimientos, de discusiones, de infidelidades. De malos y buenos tratos, de crecimientos y amistades.

diumenge, 1 de juliol del 2007

Història d’amor instantània

Revisionant Sunset Boulebard, arbitràtiament arxivada a un DVD entre en Wenders i en Kitano, tristos títols de crèdit en què un helicòpter sobrevola un Million Dollar Hotel de color blau a l’albada, Salman Rushdie, Milla Jovovich (fascinació), Bono, Mel Gibson sobreactuant i quedant bé, ultraviolència japonesa, calor, Paquito el Chocolatero sonant de fons (és la festa major de Sant Cugat), Knockando 12 anys (el que em puc pagar, de fet). Ressaca post-entrega, ben dormit i amb ganes de veure bon cinema.
Crueltat, William Holden surant a la piscina, doblatge anys 50 “ustedes se preguntarán cómo he llegado hasta aquí”, memòria traïda. La frase no s’arriba a dir, complexitat, Chandler, Wilder, cinema negre, història sòrdida d’ambició, de desamor, d’autoodi, baixa autoestima, humiliació. La memòria vola, s’inventa coses, falseja realitats, traeix fets i històries, adapta, esborra, corregeix. En aquest instant sóc al barri xino. Sí, el barri xino, sense més, persones lligades a les cadires de les tabernes per dormir. Taules de billar rellogades, brutícia, rates de bon tamany, roba estesa de banda a banda del carrer, històries desconegudes lligades amb d’altres de viscudes, olor de curry, xorissos corrent sense ser perseguits per ningú, vivendes socials de totes èpoques, antigues cases de putes reconvertides en pisos d’estudiants i guionistes visquent en pisos de porter reconvertits. Tocs d’irrealitat que semblen trets de llibres de Géorges Pérec, algun Carvalho possible que sembla que pugui aparèixer a cada cantonada, la Carmen de Mairena constantment trobada per la Rambla, a algun restaurant (amb la majordoma), creuada pels voltans de la plaça Catalunya a una hora en que no saps si ve o va, serena, digna en la seva monstruositat deformada, ambigua. Camions de repartiment rera la Boqueria, el llantiol tancat a les onze del matí, comissaria de policia buida, turistes arreu, menjòdroms prop del paral.lel.
Camino, així, amb pressa i sense rumb, absurdament, com sempre, aixecant la vista cap a la calitja, tot Barcelona s’enganxa físicament, suor, la vorada sota les sabates, el fum dels cotxes, la pols, una mena de greix que sembla sedimentar-ho tot, la pedra de Montjuic sempre de color negre, l’estiu que no s’acaba, transicions tan lentes entre les estacions que sempre sembles estar igual. No porto ulleres de sol, els peus fan mal i, com m’ha passat al llarg de gairebé tota la meva vida, porto unes sabates inadeqüades, grans, amples, lletges, no sempre còmodes, prematurament envellides, plenes d’aquesta pols omnipresent. Encorbat, amb una cartera massa pesada, escoltant el sorll d’algun cotxe d’un blanc brut que passa de tant en tant, amb la freqüència suficient per a permetre als transeünts creure’s amos de la calçada i barallar-se permanentment amb ell, amb ells. Aparadors del segle XIX que mai sé si estan oberts o tancats, d’aquests color uniforme, universal, que permet destacar tan bé les escasses façanes restaurades, gent amb més pressa que jo, botiguers a la porta d’un establiment sempre massa petit, atapeït, que mai sé què ven i sempre trobo massa car en la meva ignorància de passavolant. Recordo un atracament recent a una monja que coneix la meva mare, en algun lloc vint-i-cinc metres a la rodona meu. Li van voler prendre tot, un altre matí com aquest, sol, calitja, tot es segueix enganxant ara i sempre, gent funcionant a batzegades, incertament, d’esma, barallant-se entre el desig de perdre el temps i de seguir apressats anant duna banda a l’altra. Amenaçada amb una xeringa per un atracador seropositiu, va acabar amb tot el que portava més una punxada profunda a l’esquena. Afortunadament, el virus de la SIDA mor ràpidament: la punxada no va tenir més conseqüències que la de fer dubtar la bona dona de la fe de la gent que intentava ajudar. Camino, doncs, per aquell carrer, escenari futur de tedioses passejades nocturnes amb massa cerveses de més punxant perpendicularment la Rambla a la recerca del tercer local on fer correr la nit. I, sense més, parada enmig del carrer, una dona gran. Evidents problemes de vista, sembla més alta del que és per una estranya dignitat que li recorre els ossos, li adreça l’esquena, la travessa, la sosté com una segona columna vertebral. No sé si porta barret, barret negre d’ala ampla sota el sol brut d’un dia brut, enganxós. Però no en porta, perquè les ulleres enfosquides de vidres progressivament acolorits, grans, li brillen. Els seus ulls es veuen per sota, trapelles, vius, negres. La pell arrugada, blanca. Moviments curts, ràpids, poc àgils, nerviosos, li donen l’alre de saber on va. Hi ha un noséquè en la seva vestimenta que la fa encaixar tan precisament allà que, ni per un moment, se’m acut que no pugui ser del barri, de la zona, de dos o tres cases a prop. Camina pesadament, gairebé arrossegant uns peus deformats calçats amb sabatilles també negre, amb taló mínim folrat d’espart. Em disposo a creuar el carrer, a dos metres d’ella, pel mig, gairebé sense mirar, asfalt gris fosc que, com tot el que ens envolta, ha perdut el seu color, barreja quasisòlida de varies coses, i em detura, demanant-me per creuar el carrer. Paro en sec i li ofereixo el braç, sense pressa, sense ganes d’arribar a l’altre costat, sense saludar-la, caminant, senzillament, al seu costat. Vigilo l’enèssim cotxe blanc brut, llunyà, que enfila el carrer i ni tan sols necessitarà frenar per no atropellar-nos. Passa darrera meu, anònim i pacífic, sense que ningú alci la vista, i, a l’altra banda del carrer (cinc o sis metres, màxim set o vuit, tallats assimètricament en dos per una línia d’ombra imprecisament retallada, bruta com la resta, que amb prou feines cobreix da vorada de mar), em deturo per a deixar la dona, sana i estàlvia, a l’altra banda. Ens mirem mentre em dona les gràcies que jo haig de rebre gairebé anònimament, per girar-me i seguir caminant al meu ritme. Però. La miro als ulls, directament, Tindra uns setanta anys, els cabells tenyits de negre, a través dels vidres tenyits la seva mirada guspireja tranquilament. Em dona les gràcies un altre cop, mentre m’agafa l’avantbraç. Li agafo el seu, amb afecte, amb força, com fa ella. I, enllaçats enmig de carrer, un dia d’un mes que no conec, sense en que sàpiga l’any, el motiu, ens mirem, cinc segons, deu. Amb ganes, amb afecte. Amb un record que no puc tenir d’una joventut, d’una bellesa. Amb la presència de la seva dignitat, de les seves ganes de viure, de la seva alegria momentània. Amb les seves ganes, coqueteria, energia, afecte cap a un desconegut que podria ser el seu nét però que, per cinc segons, només per cinc segons, no ho és ni falta que fa. Tot s’il.lumina, resplendeix, l’energia puja, l’apretada s’estreny encara més, ens reconeixem i, lentament, fem cadascú el nostre camí.

Gloria Swanson segueix baixant l’escala de la mansió, dirigida per Erich von Stroheim, cada cop que algú s’ho mira. Alça els braços i s’acosta, decidida a la càmera, es fon amb la llum i la pel.lícula acaba.