diumenge, 8 de juliol del 2007

racionalismo soriano i



(sobre unas viviendas protosociales de José María Barbero)

Cualquiera que circule la ciudad las habrá visto. A un lado de la carretera, cerca de la plaza de toros, marcan el punto más cercano del actual cruce de la ciudad respecto del parque de la Alameda. Un potente zócalo las privatiza de la calle, creando una plaza donde todavía juegan los niños, como probablemente siempre lo hayan hecho, frente a los portales, corriendo, jugando a la pelota, paisaje de pintura impermeabilizante color granate apagado, pavimento de plástico que frena los pasos, que independiza dela calle. Retazos de antiguas decoraciones, mantenimiento casi nulo. La ausencia de pintura deja los revestimientos casi en bruto. Más que envejecer han decaído. Porque, confundidas con el resto de la ciudad, estas viviendas están maquilladas de polvo, de humo de tubo de escape, patinadas por el desmantenimiento, usadas, reusadas, explotadas, casi, alquiladas y realquiladas una vez y otra hasta que capas y capas de intensidad emocional, de gente, de nacimientos y muertes y guerras y heladas y calores e indiferencia las han configurado.

La previa quedó escrita hará décadas: el ayuntamiento de Soria, allá por los últimos veinte, decide renunciar a una plaza de fontanero para crear la de arquitecto municipal: el primero de ellos debutará en el cargo firmando órdenes de derribo de antiguos palacios en ruinas. Las antiguas puertas de la ciudad se vienen abajo, y el arrabal queda fusionado con el casco antiguo de la ciudad. Las murallas siguen siendo circuitables gracias a una calle que las dobla, en la que encontré un edificio que conserva en su interior una torre de vigia. De todos modos, se crea poso: jóvenes entusiastas recién titulados abren alcantarillas, apean muros de carga, consolidan tribunas, amplian aquí y allá viviendas, cuartelan antiguos palacios en insalubres casas de alquiler y, sobre todo, se guardan, enquistados, esperando su momento. Machado, siempre Machado, da clases, guarda sus tardes en la sociedad de la amistad (donde intenté infructuosamente tomar una cerveza en su honor, con mi libreta de dibujo abierta en mis rodillas, mordiendo la pluma, mirando alrededor mientras trato en vano de pasar desapercibido: mejor trabar conversación con personas que ni siquiera llegarána verme, endomingados tras trajes completos con chaleco y corbata en pleno mes de agosto). Allí coincidirá con elos jóvenes, juntos crearán un caldo de cultivo heterogéneo, denso, formado de cantos al pasado y proyecciones de un futuro más lejano por la distancia que por la cronología: en París, Labrouste ha construido su biblioteca, Mallet-Stevens da la alternativa a Jean Prouvé (no quiero ni un presupuesto ni un plano: quiero una valla. Tráigame una valla.), Le Corbusier casi pilla la tuberculosis en una buhardilla del Quartier Latin, de las de verdad, sin calefacción, sin agua. Soria. Faltan pocos años para que Buñuel visite y ruede en las Hurdes. Las cámaras, pero, podrían haberse desviado de su destino casi con idéntico resultado. Caciques locales mejoran las condiciones de vida para no quedarse sin mano de obra, a regañadientes, insuficientemente. Falta poco para que se abadone y venda a peso el primer puente del ferrocarril. Martiarena construirá tribunas modernistas, auténticos muros cortina de acero. El mercado de abastos se trasladará (baldosas blancas, amarillas y rojas, quizá azules, tiendas cerradas, fotografié una escalera por la que no subió nadie en más de cinco minutos). Todavía no llegó la guerra civil. Viviendas obreras a pocos pasos de la Alameda, de baja renta. Cincuenta y cuatro metros de tribuna casi a sur estricto, auténtica ventana corrida sujetada por muros de carga tradicionales, una fachada portante sujetando la corrida, delante, en voladizo, la tribuna que se convertirá en recurso clásico de buena parte del racionalismo español, fachada sin trabas, fácilmente comprensible por clientes que las han visto ligeras y vidriadas toda la vida.

José María Barbero, arquitecto ahora desconocido, personaje sin biografía ni datos, poseedor de una obra entusiasta, poderosa, ilusionante, oasis emplazado en una provincia de autoconstrucción, de arquitectura institucional todavía hoy impuesta des de Madrid, resuelve la gran inclinación transversal del solar (pastilla larga y estrecha de terrena paralela al sur) disponiendo la planta baja de las viviendas sobre la cota superior, alejada de la carretera, a cota del patio interior de isla. El desnivel del solar (ahora bajo la cota de replanteo del edificio) servirá para disponer un potente zócalo que entregará el edificio con la carretera, lleno de locales comerciales que siguen funcionando solventemente en la actualidad. Sobre ellos, una cubierta plana transitable sirve de acceso a las viviendas.
Sencillas, de varias habitaciones orientadas al sol, pintadas de blanco, servidas de a dos por una escalera de dos tramos sin ascensor. Cerradas a norte. Volcadas a la luz mediante el rasgo más característico del proyecto, la tribuna a sur, ventana corrida de cincuenta y cuatro metros de longitud, sin estructura, partida en tres para poder ventinar naturalmente la caja de escalera. Los bordes, redondeados, como la proa de un barco, en la que adivino el lejano eco de la tribuna del club náutico de Donosti (el fantasma de Aizpúrua flotando sobre la ciudad). Apariencia elegante, potente, tranquila, casi serena. Armonía con la cercana plaza de toros. Enfrentamiento directo con los edificios gubernamentales al otro lado de la calle. Mirador (de soslayo) a la Alameda cercana. Semáforos que marcan su color verde con sonido de pajaritos.

Recuerdo una primera visita, por la tarde, un verano. Nada se movía. Sin cámara de fotos, demasiado calor para hacer un dibujo, sensación de estar invadiendo algún tipo de intimidad. Saciados de comida, probablemente, todo demasiado pesado, grasiento, con mucho sabor. Hasta el pan lleva aceite. Divagando por entre los portales, ventanas abiertas francamente sobre la terraza del zócalo, casi invitando a saltar dentro de ellas. Portales abiertos, cerraduras estropeadas, penumbra fresca, traviesa, una brisa subiendo por el hueco de escalera. Contraluz. Entro. El pavimento es irregular, en relieve sobre una solera deformada por el paso de los años. Un escalón separa las escaleras del ámbito del recibidor, independizando más que cualquier puerta.
El escalón es de terrazo, listado a diferentes colores sobre una base color beige ausente. Listado asimétricamente, con colores vivos que destacan sobre el fondo cansado. Listado como esperándome, recordando demasiadas cosas vistas hace demasiado poco: las viviendas de Borneo de Miralles, su propia escuela de Hamburgo. Algunas experiencias de un Wright que no sé cómo podría haber llegado hasta allá. Ignoro qué se publicaba, qué se distribuía, cuál era la distancia mental de un grupo de arquitectos parado en el espacio, gestionando e intentando ilusionar una ciudad que todavía no terminó de despertar, extrañado por los rasgos inequívocos, hallados en un edificio olvidado en una ciudad condenada a aparecer en la esquina de cualquier mapa de un futuro que estaba por escribirse, por soñarse... Y ese calor, y ese contraluz. Y ese sentimiento de irrealidad.

Recuerdo hará dos meses, quizá tres, no creo que llegue. Recuerdo volver, nueve de la mañana de un día laborable. Algún niño seguía jugando el rato antes de irse al colegio, y nadie iba al trabajo caminando. La Alameda, treinta y cinco o cuarenta especies diferentes de árboles, explotada turísticamente, centro que no convoca lo que está a su alrededor. Ropa tendida delante y detrás de la tribuna.

Una arquitecta soriana, María, me lo descubre: allí vivía mi tío (Luis, o Mariano, o Pepe, olvidé su nombre). Eso son esas viviendas: donde vivía su tío. Donde convertía en uno de esos niños siempre jugando, donde se subía a brincos la escalera, donde se recibían regalos de reyes, donde se pasaban borracheras, se desahuciaba, realquilaba, moría, hacía el amor. Donde se aburría uno, donde se combatía el frío, donde se recibió a los nacionales cruzando la ciudad. Donde se rompían cristales que no se canviaban.

Arquitectura como marco del cuadro, arquitectura como excusa: arquitectura creadora de emociones, de hastíos, de divorcios y nacimientos, de discusiones, de infidelidades. De malos y buenos tratos, de crecimientos y amistades.