Convencido que el placer aumenta con el conocimiento, me dedico des de niño a trillar los discos que me gustan hasta aprendelos de memoria. Cuando esto sucede, llega lo que realmente hace que la música sea música: los detalles, ese recrearse, ese vitalizar una estructura invariable, casi grabada en nuestro ADN primero occidental y, finalmente, universal: en casi todos los kioscos del mundo se pueden encontrar grabaciones de mantras tibetanos, cumbias, merengues, bachatas, buen rock de casi todas las épocas des de los 50 hasta ahora, música clásica en versiones decentes, discos originales de grandes grupos, jazz de todos los ismos imaginables y muchas, casi demasiadas freakadas. Con todo este panorama, nuestra cultura ha aumentado y se ha empobrecido casi de manera simultánea, quitándonos casi lo mismo que nos ha dado y casi al mismo ritmo: todo se ha bastardeado, enriquecido con una mezcla que acerca a todas las culturas a riesgo de las esencias de cualquiera de ellas. No juzgo: sólo describo.
En medio de este panorama, el cantante Roger Mas ha sacado a la venta, hace medio año aproximadamente, un disco titulado “les cançons tel·lúriques”, “las canciones telúricas”, donde, des de un profundo conocimiento de su cultura, ha catapultado la música tradicional catalana a su lugar dentro de este inmenso magma que es la cultura global.
Mas parte de tres pilares para estructurar su obra: los poemas de Mossèn Cinto Verdaguer, sacerdote, poeta, exorcista, figura muy paralela a Gaudí des de su posición de capellán personal de los Güell, sus patronos, afincado al final de su vida en esa horrible iglesia de las ramblas de Barcelona, de nombre tan bonito: Betlem. Estos poemas son una de las obras máximas que ha dado la literatura catalana de los últimos 150 años, de una belleza sobrecogedora y de un acceso relativamente fácil: sus claves no son demasiado complicadas, aunque su profundidad no sea fácil de abarcar en unas pocas lecturas.
El segundo pilar es la música del Solsonès, comarca de paso entre los pirineos y la Catalunya central. Su capital, Solsona, es una ciudad todavía amurallada de visita agradable, plazas estáticas donde te quedarías a vivir y pastelerías muebladas de Philip Starck. Un sitio bonito para leer por la calle, para dibujarla, para escribirla, para pasear con tu pareja. La ciudad tiene los carnavales más importantes de Catalunya después de los de Sitges, y todo un rosario importante de música tradicional: los “Goigs de la Mare de Déu” (gozos de la madre de dios), música de fiestas mayores: bailes de águilas (criaturas de papel maché y madera llenas a reventar de petardos, que se lanzan contra la gente, vestida con sacos para no quemarse), bailes de gigantes (para los domingos por la mañana después de misa: somos así de sosos), etcétera. Todo esto se toca con instrumentos tradicionales de aquí, evoluciones paralelas de otros mucho más conocidos: el tabal es un tambor de piel animal, poco tenso, de sonido profundo, gutural. La tenora es una especie de clarinete o fagot estridente, difícil de escuchar, de registro corto, limitado, y es a partir de aquí cuando se le saca la versatilidad.
El tercer pilar son las músicas universales: rock, sobretodo rock. Led Zeppelin, King Crimson, Pink Floyd, los clásicos. Gente que mezcla. Jazz, free y no tan free: Miles Davis, Chick Corea, largos etcéteras. Cantautores como Raimon. Mención a parte para las músicas orientales, sobre todo la tibetana y sus mantras, tocados con didgeridoos, como ellos.
El disco se estructura, curiosamente, en tres partes también, pero estas tres partes no se corresponden con las citadas anteriormente: este substrato queda mezclado hasta llegar a un resultado homogéneo, genuino, diferente, y las tres partes del disco se corresponden a los poemas de Verdaguer musicados, más unos larguísimos gozos de la madre de Dios de Solsona y, finalmente, tres o cuatro temas del propio Roger Mas. Las tres se diferencian claramente, con temas puente y finales definidos, y cada una de ellas remite a un proyecto global.
Arrancamos con un mantra, “introitus tabalarius”, donde los tabales (esos tambores profundos) se mezclan con didgeridoos creando un ambiente que incita a pensar, a la atención, a la tensión. Luego siguen algunos poemas de Verdaguer, secuencialmente, bellamente musicados en varios estilos que van del free jazz al rap, recitados de una manera muy emocionante. La banda es virtuosa, consciente de su papel, y la música estructura, envuelve, huye de ese papel de mero soporte casi neutro a poemas mal recitados para convertirse en tan protagonista como la propia palabra. Roger Mas musica, también, el bellísimo poema “plus ultra”, anteriormente llevado a la partitura por Pascal Comelade con un etílico Enric Casasses a la voz. Éstos usan de base musical un “Knockin’ on heaven’s door” tocado con instrumentos de juguete, creando un clima del que el propio Sam Peckinpah estaría orgulloso. Incluso creo que, de haber estado grabada en su época, esta versión sería realmente el tema central de la gran “Patt Garrett & Billy the Kid”.
La segunda parte fusiona los gozos de la madre de Dios con la música religiosa tibetana de un modo tan natural que parecen así de origen. Entre los diferentes gozos (los gozos, los contragozos y los recontragozos) se van colocando diversas músicas festivas: bailes de águilas y de gigantes trascendidos por el uso de un piano e instrumentación clásica.
La tercera parte, los temas del propio Mas, en realidad preparan el final del disco: Éste acaba en una especie de apoteosis suave, un mantra bastardo conducido a un climax final donde predomina un uso de la tenora diferente a todo lo que se había oído hasta ahora.
El conjunto es de una belleza frágil, etérea, y, a la vez, enraizada hondamente en el terreno, en la cultura, en las profundidades de la voz, en los matices. Música pura, a descubrir, que crece con cada vez que se escucha hasta llegar a llenarlo todo, hasta crear un cosmos paralelo que invita, realmente, a viajar a Solsona, a conocer sus carreteras tortuosas, sus bosques empinados, el territorio intramuros de la ciudad, el bellísimo cementerio de Olius, modernista, creado y construido por Bernardí Martorell, el mismo que dirigió las obras del rosario monumental de Gaudí en Montserrat, quizá el cementerio más bello de Catalunya por encima del de Igualada, un terreno de quizá cincuenta por veinte metros con las tumbas excavadas directamente en las piedras que se asientan, que no corta un solo árbol (allí, encinas centenarias y algún roble) y que crea el método a partir de la anécdota: recoger rincones entre el camino tortuoso que circuita todo el conjunto, y, a base de esos pequeños episodios, crear tumbas individuales, todas iguales y todas diferentes. Al lado, a penas cruzando una carretera muy poco transitada, la bellísima cripta de la iglesia de Olius, oscura, permanentemente a contraluz. A todo esto remite este disco, también a los bosques de pinos, a los torrentes, al viento entre las hojas, a los prados de los llanos, a una manera de vivir más lenta, más profunda.
Quizá sea el disco más bello que he escuchado jamás cantado en catalán, un disco diferente, no el final de nada, sino la celebración de una cultura que entra con increíble fuerza en el siglo XXI, reivindicando sus raíces para cederlas a quien sepa apreciarlas y hacer crecer cualquier cosa que pueda producirse una vez éstas salgan del suelo y toquen el aire puro.