Los arquitectos jóvenes llevamos mal una crisis que, para la gran mayoría de nosotros, empezó justo al acabar la carrera. Tan es así que lo único que realmente amenazan los últimos meses es mi (escaso) sueldo, sin el que podría llegarme a quedar el mes que viene, o a final del verano, por no llamar vacaciones a un período de horas sin cobrar en el que se sobrevive a base de escasas reservas económicas arrinconadas casi a contrapelo, inconscientemente, con un cierto sentimiento de supervivencia en el cuerpo. Así, visto en perspectiva, esto de la crisis no es para tanto si se compara con un precario statu quo previo. La buena noticia, entonces, es que estamos en óptimas condiciones para capearla: difícilmente caeremos más bajo, aún debiendo emigrar de profesión para evitar que se vacíe del todo nuestro simulacro de cuenta corriente: definitivamente, estamos blindados.
Ante este panorama, dejo las reivindicaciones laborales para los que las están efectuando en nuestro nombre, a veces con más entusiasmo que técnica, cosa que dice mucho a favor de un colectivo sobrado de tecnócratas con más amor por las leyes que por el oficio, aún estallando ocasionalmente en comprensibles rabietas que pueden añadir más leña a un fuego que ya de por sí quema con alegría, y me ciño a mi motivación principal, a saber: la propia arquitectura. Qué estamos intentando salvar? Razonando por reducción al absurdo, me propongo un panorama donde todos cobramos lo justo, donde se respetan horarios y trabajar es cómodo. Grosso modo, nos queda un panorama dominado por grandes estudios con enorme capacidad de gestión y mucha mano de obra empleada, con capacidad de marcar tendencias y de dominar un panorama cada vez más mediatizado, oficinas de prensa, relaciones públicas, comidas con políticos, palcos en estadios deportivos, a la busca de grandes encargos que los (retro)alimenten en una espiral ascendente que los lleva de una fábrica a un estadio a una ciudad entera, a la fabricación de unos encargos que necesitan ellos más que la sociedad, siempre sobredimensionados, a veces del tamaño de todos los metros cuadrados que un arquitecto podía construir en toda su vida hace veinte años, depredadores, precarios en su estructura, sujetos todavía al capricho de unos directores mitad ejecutivos mitad pseudoartistas. Luego, tenemos un cuerpo medio de arquitectos que, bajo el disfraz (que, a menudo, creen) de honradez, trabajan bajo un ciclo masturbatorio de busca de reconocimiento, de construcción de vehículos de lucimiento personal-que-gustaría-que-fuese-colectivo más que de buenas obras para el conjunto de usuarios, pajas mentales, vaya, y, finalmente, el grueso de la profesión, densencantada, produciendo edificios como churros a ritmo de un mercado demasiado tiempo sobredimensionado, de calidad mala a pésima, siempre dispuestos a arroparse bajo excusas del tipo han sido ellos, sean ellos desde los promotores al equipo técnico, a la sociedad, al un mal gusto nebuloso que jamás tiene nombre y apellidos, a los que sean. Luego están los que trabajan honradamente de verdad. Los que les duelen los edificios, se presionan, no huyen de la complejidad, siempre demasiado ocupados: demasiado pocos, demasiado tarde, quizá desde siempre.
Ante este panorama deslucido, ante un grueso del colectivo cansado, desconectado de una sociedad a la que giran sistemáticamente la espalda, diversos tipos de ingenieros civiles más otros técnicos sueltos del mundo de las ciencias, capaces de interpretar un programa de cálculo de elementos finitos, se apresan a sacar tajada sin que sepamos responderles adecuadamente: difícil defenderse excusándose o pidiendo todavía más espacio para una calidad ensimismada, elitista, que sólo parece renundar en beneficio de unas fotos siempre vacías de gente, cada vez más trucadas por un photoshop que parece ser el primer espectador de todo lo que producimos.
A los jóvenes nos toca, quizá por edad, quizá porque el desencanto llega más tarde cronológicamente o por nuestro cabreo inmanente, a la par que comer el mes que viene, reivindicar una profesión que ha perdido norte y dignidad, trabajando (casi es demasiado pedir) con una ilusión que parece haber perdido el colectivo, a favor de unas reivindicaciones de poder y prestigio, descohesionadas, vacías de contenido que, si sólo vienen respaldadas por un marco legal sin comprensión ni empatía por parte de la ciudadanía no servirá de nada: demasiado harto estoy de elitismos vacíos que ahondan en una fractura social que no se va a resolver insistiendo en lo que llevamos lustros pidiendo que crean con una fe ciega, vacía.
Reclamo a los jóvenes, a nosotros, a los de verdad, no a los premenopáusicos que se dicen como tales en otro guiño sólo comprensible para revisterios iniciados, resentidos con una profesión que les ha hecho triunfar demasiado tarde pisando a demasiada gente, que perseveremos en esta actitud, en esta rabia, y que la dirijamos también contra la propia profesión, porque de otro modo no merecerá ni su nombre ni su tradición cuando, por fin, consigamos lo que pedimos. Está en nuestras manos.
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